Mi madre preparaba un arroz
buenísimo. Parecido a lo que hoy llaman paella. Y lo hacía en un
cuenco grande de barro, vidriado al estilo antiguo. El artefacto era antiguo y heredado. De barro rojo y por abajo todo negro de las diversas maneras de usarse: desde el carbón hasta el butano... Y en su vida conoció
la palabra paella, como eso, palabra usual suya, ni estuvo por Valencia para aprender a hacerla, ni nada del folclorete mentiroso acerca de esa cosa. Para ella hacer un arroz guisado era lo que llaman hoy -todos- paella. Y como era comida de pobres a veces iba con conejo, otras con pollo o gallina, algunas con torreznos, verduras y lo que pillaba para ornar el arroz.
La publicidad, la mentira repetida, la patraña hicieron que se llamara
así a todo arroz preparado de parecida forma en España, como si todo
fuera algo uniforme, con grados de verdad y autenticidad. No pasó eso
con la tortilla de patatas, que mucho más que la paella, es el olor de
España y lo más unificado y unificador que existe. Sin contar el jamón de pata negra
o los embutidos llamados chorizos y alguna cosa que olvido. A ninguna zona se le ha atribuido la invención de la tortilla de papas, ni darle un nombre de su parla, en excelencia.
Digo todo esto porque quedo estupefacto ante esta matraca informativa, en Yanquilandia, sobre la
cultura gastronómica de aquí. Con la falseada paella y eso de las
tapas van a pensar, los más inteligentes, que comemos peor que ellos de
hamburguesas y perritos calientitos.
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