Que la poesía, la buena poesía, es una de las formas, sea leída o escrita, de la más excelsa de las artes y gozos, que nos recuerda el ángel que fuimos y que estamos llamados a ser, que dignifica la humanidad… No sé si seguir, en estos tiempos en los que los padres y madres de familia, los abuelos y los vecinos, educan a los niños en un vergonzante practicismo de tendero de la esquina, ramplón, vano y cretino. Cuando no de aprendiz de gañan Aznarín o vulgo Zapatero. O, tal vez, trepador dignatario en el escalafón funcionarial: desde abogadillo del Estado para meter en cintura a los incorrectos políticamente, hasta juez. Los colegios, las teles y demás partícipes en la domesticación, adoctrinamiento y crianza para que todo vaya a peor, de la cándida juventud, han acordado, al unísono, cargarse todo lo que sea poesía, en aras del éxito y el dinero, esto es, de la estupidez y la vacuidad, el engaño y el crimen. Tal como se eliminan bosques, se contaminan ríos o la propia sangre de los individuos, derramada en aras del progreso de los derivados del petróleo. Todo sea por ese dios raquítico llamado dinero. La Biblia y el becerro de oro me traen recuerdos de perdiciones, enfermedades... Pero, ¿quién hace caso de la Biblia, esa antigualla de miles de años, que todo lo más es poesía y está en clave metafórica y todos esos artilugios de poetas, inspiraciones divinas y otros rollos? Desconsideremos que es un libro religioso, en esto que voy diciendo.
Está tácitamente reconocido, es la Real Constitución que hoy sólo vale quien tiene dinero (dicitur), incluso se piensa que sólo quien gana dinero – no importa cómo- es inteligente, aunque sea burro dándole vueltas a la misma y mareada noria de hacer dinero. Los campos de exterminio nazis se hicieron para adorar a ese dios: el dinero. Lo que se olvida muy fácilmente por los que los recuerdan: los beneficiarios del Holocausto y sus consecuencias: Israel como patente de corso del sufrimiento y los EE UU, que son algo así como su profeta. La famosa guerra civil de la España de 1936 se hizo por el dinero y con el dinero de los canallas de aquí y allá, para ganar más dinero. La historia humana está llena de sangre y dinero. El mito del traidor Judas, las treinta monedas, la traición, la muerte…Esta en todas las culturas y deberíamos quitarlo, por aburrido, estéril y malévolo.
Que el poeta, y el escritor en general, si es bueno, sólo tiene una preocupación: escribir, y hacerlo bien. Ese es su único cometido personal, social, político, etc. A poco que se conozca, con la perspectiva del tiempo, lo que les pasó, lo que hicieron los grandes escritores, todas esas telarañas de éxito, riqueza, fama, etc., cae del agujero por el que se empeñan -¿nos empeñamos?- en ver el mundo.
Consideremos dos de los más grandes poetas en lenguas castellana: don Luis de Góngora y Argote y don Francisco de Quevedo y Villegas. Todos convendremos que la poesía de ambos es excelsa. Pues bien, ninguno de los dos publicó un solo libro de poesía en vida, sino después de muertos, y en algún caso mucho después. Todo esto, que puede parecer insólito a los pardillos escribanos de hoy, o candorosos lectores, atrapados en el batiburrillo enclenque de manuales y enciclopedias del mundo de la fama , está más que comprobado. Ya lo mostró nuestro nunca bien ponderado filólogo y paisano, el ilustre don Antonio Rodríguez-Moñino, en sus estudios imprescindibles al respecto. Por cierto, que ya es hora de que las instancias institucionales publicaran toda su obra. Luego lo han corroborado –y corroboran- otros estudios en pormenor. Aparte de que es obvio que no existe libro de poemas de Góngora o Quevedo en vida de estos. Es más, el clásico Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León, Fernando de Herrera, ... Ninguno de ellos publica en vida. Ensimismados, tal vez, en escribir y hacerlo bien. Sí, sus obras eran leídas en borradores que corrían manuscritos de mano en mano entre la minoría interesada y de buen paladar. Tal vez la sombra de Virgilio, sin su Eneida acabada, pidiendo al César que la destruyera, pesaba sobre todos esos conocedores de los clásicos. No sé.
En fin, en el uso de la ironía, diremos que como ahora, vamos, como ahora, que la poesía por no encontrar encaje en el enmarañado y terrible mundo agresivo del Mercado, en donde se la quiere convertir en un producto más de consumo, como las habichuelas o el atún en conserva, vamos. La poesía está matada, sino muerta. Sólo sobrevive en las gloriosas catacumbas. Como siempre, por otra parte, como siempre, por fortuna: pero acechada de más tremendos enemigos: la publicidad que la usa para vender bragas o pan, y el rascaguitarra de turno que se hace de dinero –su única patria- merced a nombrarla mucho y hacerla poco. Don Sabina, como don Sabino de Arana, hace patria, siempre de la ignorancia. Incluso riman. A buen entendedor…Que el poeta, y el escritor en general, si es bueno, sólo tiene una preocupación: escribir, y hacerlo bien. Ese es su único cometido personal, social, político, etc. A poco que se conozca, con la perspectiva del tiempo, lo que les pasó, lo que hicieron los grandes escritores, todas esas telarañas de éxito, riqueza, fama, etc., cae del agujero por el que se empeñan -¿nos empeñamos?- en ver el mundo.
Consideremos dos de los más grandes poetas en lenguas castellana: don Luis de Góngora y Argote y don Francisco de Quevedo y Villegas. Todos convendremos que la poesía de ambos es excelsa. Pues bien, ninguno de los dos publicó un solo libro de poesía en vida, sino después de muertos, y en algún caso mucho después. Todo esto, que puede parecer insólito a los pardillos escribanos de hoy, o candorosos lectores, atrapados en el batiburrillo enclenque de manuales y enciclopedias del mundo de la fama , está más que comprobado. Ya lo mostró nuestro nunca bien ponderado filólogo y paisano, el ilustre don Antonio Rodríguez-Moñino, en sus estudios imprescindibles al respecto. Por cierto, que ya es hora de que las instancias institucionales publicaran toda su obra. Luego lo han corroborado –y corroboran- otros estudios en pormenor. Aparte de que es obvio que no existe libro de poemas de Góngora o Quevedo en vida de estos. Es más, el clásico Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León, Fernando de Herrera, ... Ninguno de ellos publica en vida. Ensimismados, tal vez, en escribir y hacerlo bien. Sí, sus obras eran leídas en borradores que corrían manuscritos de mano en mano entre la minoría interesada y de buen paladar. Tal vez la sombra de Virgilio, sin su Eneida acabada, pidiendo al César que la destruyera, pesaba sobre todos esos conocedores de los clásicos. No sé.
TORRE TÚRDULA, diciembre, 2003, Columna Barroso
Interesante pasearme por tu site amigo,saludos.
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