4 de noviembre de 2011

LA IRONÍA

A continuación reproduzco uno de los textos, magníficos, de Stalislaw Lem, uno de mis maestros grandes, incluido en su libro Vacío Perfecto, que cayó en mis manos en 1981, y en castellano. Unos tres años antes de conocerlo, escribí la novela Reverte Metamorfoseado, en la que me planteo una sociedad sin sexo, cuando se ha matado y manipulado el sexo por los usos indebidos del Sistema Socioeconómico, y sus usuarios, esclavos o detentadores varios. También en este sentido irónico y tremendista de Lem, como una antiutopía viva. Y en estos años de Crisis no puedo dejar de releerlo, con placer y consuelo. El sexo como Mercado y Mercaduría, compra y venta, como utilidad y trinkes, como cosa y caso; pero jamás para vehicular y potenciar, vivir, gozar el amor, la belleza, la verdad y la bondad. O al menos en muy pocos y pocas y, por supuesto, personas.


SEXPLOSIÓN
(Walker and Company, Nueva York)
de Simón Merril

Si hemos de creer en lo que dice el autor —y cada vez con mayor frecuencia nos vemos obligados a creer en los autores de ciencia ficción— la actual riada de sexo se va a convertir en un diluvio en los años ochenta. Pero la acción de la novela Sexplosión empieza veinte años más tarde, en una Nueva York cubierta de masas de nieve, durante un crudo invierno. Un anciano de nombre desconocido camina con dificultad, hundiéndose en la nieve y chocando con los coches sepultados, llega a un rascacielos oscuro y silencioso, saca del bolsillo una llave ligeramente entibiada por el contacto con su cuerpo, abre un portal de hierro y baja al sótano. El camino recorrido por el hombre y unos recuerdos intercalados constituyen el contenido de la novela.

Aquel subterráneo sumido en una oscuridad rasgada solamente de trecho en trecho por el débil haz de luz de una linterna, sostenida por la mano temblorosa del anciano, era una especie de museo o, tal vez, una sección de expedición (o más bien sex-pedición) de un consorcio poderoso de la época en que América invadió una vez más Europa. La manufactura semiartesanal de los europeos se vio enfrentada con la marcha implacable de la producción automatizada, obteniendo una victoria instantánea el coloso postindustrial de la ciencia y la técnica. En el campo de batalla quedaron en pie tres consorcios: GENERAL EXOTICS, CIBERBORDELICS y LOVE INCORPORATED. Cuando la producción de estos gigantes estaba en su apogeo, el sexo —hasta entonces una diversión privada, una gimnasia colectiva, un hobby, o un coleccionismo artesanal— se convirtió en la filosofía de la civilización. McLuhan, un viejo robusto que vivió hasta aquellos tiempos, demostró en su GENITOCRACY que ése, precisamente, ha sido el destino de la humanidad desde que ésta escogió el desarrollo técnico, y que ya los remeros de la antigüedad encadenados a las galeras, los leñadores del Norte con sus sierras, la máquina a vapor con su cilindro y émbolo, habían marcado el ritmo, la forma y el sentido de los movimientos que componen la actividad sexual, o sea, el sentido del hombre.

La despersonalizada industria USA absorbió las sabias posiciones del Oriente y del Occidente, transformó las trabas medievales en cinturones de incastidad, indujo a los artistas a proyectar copuladores, sexarios, magnopenes, megaclitos, vaginetas, pornotas, puso en marcha convoyes esterilizados de los cuales empezaron a bajar sadomóviles, cohabiteros, sodómnicos caseros y gomorcados públicos y fundó, al mismo tiempo, unos institutos científicos de investigación, dedicados a luchar por la liberación del sexo de la servidumbre de perpetuar el género humano.

El sexo dejó de ser una moda, ya que se había convertido en una fe. El orgasmo pasó a ser un deber ineludible y constante; sus contadores con saetas rojas ocuparon el sitio de los teléfonos en las oficinas y en la calle. Entonces, ¿quién era el anciano errante por los corredores de las salas subterráneas?

¿Un consejero jurídico de GENERAL EXOTICS? En sus recuerdos aparecen unas causas famosas, que habían llegado hasta el Tribunal Supremo, sobre el derecho a reproducir mediante maniquíes el aspecto físico de personas famosas, empezando por la First Lady de Estados Unidos. GENERAL EXOTICS ganó el juicio al precio de doce millones de dólares y ahora la luz trémula de una linterna se refleja en las polvorientas campanas de plástico, bajo las cuales permanecen las primeras estrellas de cine y las primeras damas de la alta sociedad mundial, princesas y reinas con magníficos atuendos, impuestos, como una condición inexcusable, por el fallo del tribunal.

En el transcurso de un decenio, el sexo sintético progresó de un modo espectacular, desde los primeros modelos, hinchables o de cuerda, hasta unos prototipos con regulación térmica y acoplamiento retroactivo. Los originales habían muerto mucho tiempo atrás, algunos de ellos vivían aún, convertidos en viejas momias; pero el teflón, el nilón, el dralón y el Sexofix habían resistido a la acción del tiempo y, como en un museo de figuras de cera, las bellas damas, arrancadas a las tinieblas por la luz de la linterna, miraban al anciano con una sonrisa fija en los labios. Todas ellas tenían en la mano una cassette con un programa de seducción grabado (la sentencia del Tribunal Supremo prohibía al vendedor colocar la cinta en el maniquí, pero cada comprador podía hacerlo en privado en su casa).

Los lentos y vacilantes pasos del viejo solitario levantaban torbellinos de polvo, a través de los cuales se transparentaban en rosa pálido, en el fondo de la sala, unas escenas de amor colectivo (las había incluso de treinta personas), parecidas a enormes rosquillas o cocas apretadamente trenzadas. ¿Era, tal vez, el mismo presidente de GENERAL EXOTICS quien andaba por los estrechos pasadizos entre los gomorcados y los acogedores sodómnicos? ¿O, quizá, el proyectista principal del consorcio, aquel que había dado forma genital primero a América y luego al mundo entero? El aposento contiguo estaba lleno de paneles con sus mandos y programas, con aquel precinto de plomo de la censura por el cual se había entablado una causa jurídica a seis niveles, así como de montones de contenedores, listos para el envío a los países de allende los mares, repletos de bolas japonesas, olfatorios, cremas preamatorias y miles de otros artículos de esa clase, previstos de instrucciones para el uso y folletos explicativos.

Era la épica de una democracia por fin conseguida, donde todos podían hacerlo todo con todos. Atentos a los consejos de sus propios futurólogos, los consorcios contravinieron el decreto antitrust, se repartieron clandestinamente el mercado mundial, desarrollando, cada uno de los tres, una especialización diferente. El GENERAL EXOTICS promocionaba la igualdad de derechos entre la norma y la desviación, y los dos consorcios restantes invertían grandes capitales en la automatización. Para convencer al público de que la saturación del mercado era imposible, ya que la gran industria, si es de veras grande, no se limita a cubrir, simplemente, las necesidades sino que las crea, se comercializaron prototipos de mayales para la flagelación, de trilladoras y de azotadoras especiales. Los medios antiguos de lascivia doméstica fueron a parar junto a los sílex y los palos de los hombres de Neardenthal. Los hombres de ciencia organizaron unos cursillos preparatorios de seis u ocho años de duración, que daban acceso a la carrera superior de ambas eróticas, e inventaron el neurosexátor y toda clase de silenciadores, filtros antirruidos, masas aislantes y aspiradores especiales de sonidos, para que los vecinos no perturbaran mutuamente su reposo y su goce con gritos inmoderados.

Sin embargo, era preciso seguir adelante, siempre y con valor, ya que el estancamiento es la muerte de la producción. Ya estaba en vías de planificación y modelado un Olimpo para uso individual, ya se formaban en las rutilantes factorías de CYBER-BORDELICS los primeros androides de plástico parecidos a las diosas y dioses griegos. Incluso se estaba pensando en los ángeles, para cuya fabricación había sido prevista una reserva financiera para los costos de eventuales juicios intentados por las Iglesias. Por otra parte, había que dar una solución a ciertos problemas técnicos: ¿Que material usar para las alas? La pluma natural podía hacer cosquillas en la nariz. ¿Debían ser movibles? ¿No sería una molestia? ¿Y la aureola? ¿Qué clase de interruptor de su luz y dónde colocarlo? Etc., etc. Entonces se abatió como un rayo la catástrofe.

La substancia química necesaria para la producción, llamada —en clave— NOSEX, había sido sintetizada ya mucho tiempo atrás, tal vez en los años setenta. Conocía su existencia sólo un pequeño grupo de profesionales iniciados. El producto, obtenido por los laboratorios de una modesta empresa relacionada con el Pentágono, fue considerado al principio como un arma secreta. En efecto, el NOSEX, aplicado en aerosol, podía diezmar la población de cualquier país, ya que la ingestión de una fracción de miligramo de la preparación eliminaba todas las sensaciones que acompañan al acto sexual. El mismo seguía siendo posible, pero sólo como una especie de trabajo físico bastante agotador, como, por ejemplo, el lavado y planchado de la ropa.

Después se tomó en consideración el proyecto de utilizar el NOSEX para frenar la explosión demográfica en el Tercer Mundo, pero la idea fue archivada, a causa del peligro que implicaba.

¿Cómo ocurrió la catástrofe mundial? Nadie lo sabe. ¿Es cierto que los almacenes de NOSEX volaron a consecuencia de un cortocircuito que inflamó un depósito de éter? ¿Fue, acaso, un acto de sabotaje cometido por unos enemigos industriales de las tres compañías, dueñas del mercado? ¿O bien tuvo algo que ver con ello una organización revolucionaria, ultraconservadora o religiosa? Nunca conoceremos la respuesta.

Fatigado por su vagabundeo en la inmensidad de los sótanos, el anciano se sienta en las suaves rodillas de una Cleopatra de plástico (después de haber apretado bien los frenos), y dirige sus pensamientos —como a un abismo— hacia el gran colapso de 1998. En un día, como por reflejo de repulsa, el público se volvió de espaldas a todos los productos que colmaban el mercado.

Lo que ayer tentaba, hoy tenía el mismo atractivo para la gente que la vista del hacha puede tener para un leñador cansado, o la de un barreño para una lavandera. El eterno (al parecer) encanto, aquel embrujo impuesto por la biología al género humano, se esfumó sin dejar rastro. Desde entonces, los pechos sólo evocaban el recuerdo de que los hombres eran mamíferos, las piernas, de que podían andar, y las posaderas, de que tenían sobre qué sentarse. ¡Nada más! ¡Absolutamente nada! Dichoso McLuhan por no haber llegado en vida a esta catástrofe, él, quien en sus obras había interpretado la catedral y el cohete cósmico, el motor de reacción, la turbina, el molino de viento, el salero, el sombrero, la teoría de la relatividad, los paréntesis de las ecuaciones matemáticas, los ceros y los signos de admiración como otros tantos sucedáneos y sustitutivos de esa única actividad que equivale a la percepción de la existencia en estado puro.

Toda esta argumentación perdió su fuerza en pocas horas. La humanidad se vio amenazada por el trance de morir sin dejar descendencia. Todo empezó por una crisis económica, comparada con la cual, la del año 1929 era una bagatela. Su primera víctima fue el comité de redacción del Playboy, que se prendió fuego y pereció entre las llamas. Pasaban hambre y saltaban por la ventana los empleados de los locales de strip-tease, hicieron bancarrota las revistas ilustradas, grandes consorcios de publicidad, institutos de belleza, grandes productoras de películas, se tambaleó toda la industria calitécnica y de perfumería, luego la de ropa interior; en el año 1999, en América había 32 millones de parados.

Entonces, ¿qué podía interesar todavía al público? Fajas para los herniados, jorobas sintéticas, pelucas de pelo gris, individuos afectados de parálisis y temblores, en sus sillas de ruedas, ya que era lo único que no se asociaba con el esfuerzo sexual, esa pesadilla, esos trabajos forzados; interesaba lo único que parecía garantizar la falta de una circunstancia erótica, o sea, el descanso y la tranquilidad. Por aquel entonces, los gobiernos, conscientes del peligro, emprendieron la movilización de todas las fuerzas, para salvar la especie. Los artículos de la prensa apelaban a la razón y al sentido de responsabilidad, los sacerdotes de todas las confesiones aparecían en la televisión, desplegando las más convincentes persuasiones y evocando los altos ideales del hombre; pero aquel coro de voces autorizadas no era capaz de vencer la indiferencia de los oyentes. No surtían efecto ni los manifiestos ni las arengas, que imploraban que los humanos vencieran su repugnancia. Los resultados eran insignificantes: una nación tan sólo, la japonesa, extremadamente disciplinada, obedeció, apretando las mandíbulas, a las consignas oficiales. En vista del fracaso, las autoridades instituyeron unos incentivos materiales especiales, diplomas de honor, distinciones, primas, premios, condecoraciones, medallas y concursos de fornicación. Cuando esta política falló a su vez, vinieron las inevitables represiones. En respuesta, las poblaciones de regiones enteras se negaron en rotundo al deber procreativo, la juventud buscó refugio en los bosques, la gente mayor producía unos certificados de impotencia falsificados, el soborno corrompía las comisiones sociales de control y vigilancia; cada persona se prestaba a controlar eventualmente al vecino, pero ella misma, en cuanto podía, evitaba aquella tarea agotadora.

La época de la catastrofe ya es solamente un recuerdo surgido en la mente del anciano solitario, sentado en los sótanos en el regazo de Cleopatra. La especie humana no se extinguió. La procreación se efectúa actualmente de modo sanitario, aséptico e higiénico, parecido a una vacunación; al cabo de años de inseguridad y peligros, sobrevino una cierta estabilización. Sin embargo, la cultura no soporta el vacío; la tremenda sensación de falta de vivencias, generada por la implosión del sexo, introdujo la gastronomía en el puesto vacante. Esta última de divide en normal y viciosa; existen perversiones gulísticas, álbums de pornofrafía restauradora, y la absorción de alimentos en ciertas posiciones se considera terriblemente indecente. Está prohibido, por ejemplo, comer fruta de rodillas (la secta de viciosos de la posición arrodillada lucha actualmente por conseguir esta libertad), no se permite comer espinacas ni huevos revueltos con las piernas levantadas hacia el techo. Pero hay, ¡naturalmente!) unos locales clandestinos donde los expertos y los gourmerts disfrutan de espectáculos obscenos: a la vista de los concurrentes, unos plusmarquistas especiales se atiborran de tal suerte que a los espectadores se les hace la boca agua. De Dinamarca llegan de contrabando unos álbums pornoalimenticios, donde se muestran verdaderos horrores (sin excluir la consumición de huevos revueltos a través de una pajita, mientras el consumidor, removiendo con los dedos un plato de espinacas sazonadas con una gran cantidad de ajo y, al mismo tiempo, oliendo a salsa de carne al chile, yace encima de la mesa envuelto en un mantel, con las piernas atadas con una cuerda enganchada al molinillo del café, que sustituye en la orgía descrita la lámpara del techo). El premio Femina ha sido adjudicado este año a una novela cuyo protagonista frotaba el suelo con crema de trufa y luego lo lamía, habiéndose revolcado previamente en spaghetti. Cambió también el ideal de la belleza: ahora hay que ser un gordiflón de ciento treinta kilos de peso, ya que así se demuestra una capacidad extraordinaria del sistema digestivo. También la moda ya no es la de antes: no hay manera de distinguir a la mujer del hombre por lo que lleva encima. En los parlamentos de los estados más evolucionados se está debatiendo la cuestión de la posibilidad de iniciar a los niños en la edad escolar en los secretos de los procesos digestivos. Hasta ahora, el tema, por indecente, constituye un tabú hermético.

Finalmente las ciencias biológicas tomaron por objetivos de su desarrollo la liquidación del sexo, un órgano prehistórico superfluo. Los embriones serían concebidos sintéticamente y criados conforme a los programas de la ingeniería genética. Obteniéndose por este sistema unos individuos asesuados, lo que acabaría de una vez por todas con aquellos recuerdos espantosos de los cuales no puede librarse la memoria de los que han vivido la catástrofe del sexo. En unos laboratorios llenos de luz, verdaderos templos del progreso, nacerá el magnífico hermafrodita, mejor dicho, el ser sin sexo, y la humanidad, lavada de su infamia anterior, podrá hartarse de toda clase de frutos, prohibidos únicamente por la gastronomía.

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