3 de abril de 2008

HUIR DEL ENEMIGO



Aconsejo que durante la lectura del texto de la novela el lector active uno de los temas propuestos de Wim Mertens: Lucha por placer/Struggle for pleasure y A menudo un pájaro/often a bird. Dos sintonías diferentes, dos sensaciones, dos huidas.
Se me ha ocurrido poner el arranque de mi novela Los Héroes Huyen del enemigo, en su octavo año triunfal de salida impresa, 2000, inaugurando, de esa manera, el nuevo milenio, que no otra cosa pretendía, para gloria de las letras patrias de la única patria de las letras, esto es, la lengua en que uno escribe y se inscribe. Única patria digna de serlo, y matria y todo lo que es uno y lo mismo, elevado a la quintaesencia de la libertad y la belleza...

¡Vale, vale, vaaaaaaaaaaaaalee!, que esto se está hinchando demasiado y en estos parvos tiempos la gente no está por la labor de la verborragia acelerada y la cohetería verbal. Que hay estreñimiento de tiempo, parquedad de expresión, medida corta de dicterios y cortas miras. Minimalismo comercial, alfiler de lectura, microbio de escritura y todo de letra gorda.

Escrita en cuartillas a mano, a finales de los años setenta, casi toda en una cocina pequeña y al borde de una mesa pintada de azul y blanco. Revisada y vuelta revisar en los años posteriores. Incluso experimentaba juegos de pruebas como aquel de presentar, al premio Felipe Trigo de relatos cortos, este primer capítulo, que quedó finalista, y casi me dan el premio. Cuando me devolvieron los originales pude comprobar que uno de los miembros de jurado dejó una nota, en papel aparte, muy esclarecedora de la valoración, que a su ver era alta, como de algo genial; pero que el final era algo brusco y tal. Y llevaba razón. No era más que un capítulo de algo mayor. Si me dan el premio de aquellos relatos, por un sólo capítulo, sería para reír bastante.
Y ese tipo de bromas me gusta hacerlo a los certámenes literarios. Ya contaré, algún día, algunas gordas y que funcionaron muy bien a mis pretensiones de poner en ridículo tales prácticas meramente comerciales y de literatura mala para la chusma y el populacho consumista y de mal paladar seudocultural y de literatura falsa.

I

CARICATO Y LOS DEMÁS DEL ÉXODO

Fugitivo por su fatal destino.
VIRGILIO

Amanecieron temprano aquel día. El autostop estaba jodido en aquel tiempo horrible. Pero el enemigo se acercaba y era la única forma de escape. Se les paró un señor, gurripato para más señas. Con pintas de mohoso y maloliente. Montaron los tres en el coche, que emprendió una rápida fuga. Fue providencial, pues si hubiese parado minutos después hubiera sido catastrófico. El enemigo tomó el pueblo al rato. Los hubiese pillado y aplastado sin piedad. La mano de Caricato, haciendo la puñeta, con su dedo pulgar rígido, fue la mano de Dios. Esto del autostop salva vidas. Ya había pasado todo y huían no se sabe a donde. Nunca se vio la providencial mano de Dios mediar en un momento de peligro tan bien como lo hizo en este caso. Se portó. Desde aquel día se cree más en la mano de Dios. Aunque esté representada en la de Caricato. El cariño es el mismo. No importa que estuviera haciendo la puñeta y con el dedo pulgar enhiesto. Una higa de la suerte.

Caricato sólo cogió dos libras de chocolate y algunos pedazos de pan, un afilalápices y algún lapicero, un cortauñas y media botella de naranjada con burbujas. Saxolfeo tocó una linda melodía con su acordeón para celebrar la providencial, inusitada, oportuna intervención de Dios en su huida. Los demás tararearon mentalmente, en cascada psíquica musical, la cancioncilla. Todo no era más que argucia para simular la terrible atribulación que acongojaba sus almas. Otra vez a danzar de acá para allá huyendo del enemigo. Otra vez a vivir al día. Guerra, aventura, peripecias inconfesables. Aquello sería como jugar al truque, ese inevitable juego infantil que consiste en volver a empezar. Iniciático truque. Peligros innumerables, en manera alguna peripatéticos y menos aún periándricos. La más terrible de todas. Ser fugitivo. O creerse fugitivo para corretear ciudades, pueblos, campos, aldeas, cortijos, mentes, cuerpos, árboles, grutas, chominos, casas, torres, castillos, libros, historias e incluso los caminos de Dios, ese Dios siempre dispuesto a ayudar, al buen Dios, gracias, como diría la Diabla.

El conductor benevolente que se dignó cogerlos, salvándoles de una inmediata y terrible destrucción por parte del enemigo, estaba ebrio. Borracho conducía a una vertiginosa velocidad, centelleante velocidad. Era un buen automóvil. Cuando el conductor se paró, pareció adivinar que iban huyendo, pues ni preguntó a donde se dirigían, ni ellos se dignaron decírselo.

Telesforo, que era peluquero, se había llevado sus tijeras y un peine, una brocha de afeitar y la navaja. Todo ello iba bien guardado en un estuche de plástico con otras cosas que nunca se revelaron a la luz pública. La precipitación no les permitió coger otros utensilios más necesarios para enfrentarse al enemigo. Se iban con lo puesto.

La carretera era recta, pocas curvas, aunque el piso estaba en buen estado. Llevaban recorridos cerca de cien kilómetros desde que les cogió el eficaz piloto de carreras que conducía el bólido. Saxolfeo les había deleitado con su acordeón y casi agotó el repertorio chalanesco de popurrís situacionales, o sea, habíanse acabado las tonadillas que en estos casos precisos suelen entonarse para solaz y beneplácito de los viajeros. Caricato había pedido papel al chófer y éste le regaló un cuadernillo. Apresuradamente y con letra pequeña y apretada anotó en él las peripecias de lo que parecía ser el primer día de campaña. Caricato sería algo así como el cronista del segundo acecho del enemigo. Tenía letra distinta y clara, aunque adolecía de múltiples faltas de ortografía y puntuación. Por eso cuando el cura lo bautizó le puso Caricato. Le regaló un lápiz mágico que nunca usó, aunque lo llevaba siempre colgado al cuello como el apuntador de un teatro. Era primavera, todo verde con flores al lado de la carretera; pero se veía envuelto en una torrencial lluvia gris interior en el alma de ellos bajo la tácita amenaza del enemigo, que seguramente les seguía los pasos. Con ése nunca se sabe y es difícil pronosticar resultados o planear ocasionales escapes. Siempre se dan cuanta que pisa sus pisadas. Todavía no sabían el punto de reunión con todos los miembros. El Mitra y La Cañon habían estado esta vez papando moscas. Confiaban en su recuperación, en caso de no haber sido apresados por el enemigo. Estaban, desorientados, desconcertados, como nacidos a la vida. Se habían caído de un árbol. Caricato se ajustó las gafas y siguió con sus consideraciones metafísicas. La crónica de la huida no intentaba ser, en manera alguna, objetiva, bueno, que no intentaba estar redactada de esa manera pelandusca que llaman, con empacho de búho rastrojero, objetiva.

Un camión se les interpuso en el camino. Se aminoró la velocidad del vehículo pidiendo paso. Una robusta mano apareció, ¿otra vez la ubicua mano de Dios?, como abofeteando el aire o remando, desde la cabina donde se presuponía que iba el camionero. Aceleró deportivamente, ronroneando el motor. Un silvestre pitido agradeció el gesto que fue respondido por un bocinazo que les hizo un revoltijo en las tripas. Tan angustiados estaban. Es que aquello de pensar que sólo por unos breves minutos no habían sido presas del enemigo excitaba sus ánimos. Saxolfeo tocó en aquellos momentos la melodía del Lago de los Cisnes, en versión muy particular e irreconocible, inspirado por el vuelo sobresaltado de algunas gallináceas que picoteaban hierba al lado de la carretera. El ebrio conductor ofreció cigarrillos a los tres para calmar ánimos. Después se enteraron de que también huía del enemigo y que se llamaba Agusa. Era padre de familia. Dos niños y una hijita sordomuda que se llamaba Talita. También les ofreció chicles y algunos tranquilizantes que llevaba. Aceleró el vehículo y subió ágil una pronunciada pendiente de la carretera. En la bajada sintieron todos un repentino cosquilleo en el bajo vientre, esa presión en las sienes que se nota al bajar. Bajar a alta velocidad una cuesta. Les alegró el ánimo ligeramente y disipó sus dudas. Caricato, Saxolfeo y Telesforo no tenían noticias de un tal Agusa que también estaba conminado a huir.

La verdad es que hacía bastante tiempo que gozaban de tranquilidad. No habían recibido la noticia de que un nuevo miembro, Agusa, estaba en el grupo. Es que El Mitra y La Cañon eran unos irresponsables o estaban todo el tiempo haciendo porquerías. Sí, sería eso. Mejor no pensar otra cosa. Si se ponen a pensar que habían sido apresados, torturados cruelmente como sólo el enemigo solía hacerlo y quizás asesinados inmisericordemente, era peor. Mejor suponerse que habían abandonado negligentemente sus tareas informativas. El acordeón emitía un sonido semejante a la música de Vivaldi llamada primaveral. A todos se les ocurrió pensar en el Entierro del Conde de Orgaz, del Greco. Pero ese embeleso se sobresaltó de nuevo y buscaron mentalmente algún entretenimiento más lógico. Charlar como amigos o jugar al ajedrez. Pero no podían. Se les agolpaba la tensión en el meollo de sus cerebros. Las curvas se intensificaban a derecha e izquierda y el peligro de precipitarse por las laderas de la carretera crecía. Redujo velocidad y recordó a su mujer. No sería molestada por el enemigo. Además había perdido todos sus encantos. No había cuidado. Lo que temía era por su colección de sellos. No, no era un inmoral, ni pretendía hacer un chiste. Ni un cínico. Cuidado. Un frenazo hendió el aire con un chasquido como de látigo. Todos se crisparon. Caricato pensó en lo terrible que sería que todo el territorio estuviese ocupado por el enemigo. No era probable. Siempre avanzaba desde el sur, y ellos venían de allá, donde lo habían visto. No era tampoco posible que les hubiese adelantado a pesar de contar con material más rápido. Al borde de la carretera vieron a un chaval con mochila que les hizo amagos para que pararan. No lo hicieron y vieron las gesticulaciones del muchacho diciéndoles incluso blasfemias que nunca oyeron. Se sintieron más cohibidos. Pero no era posible que aquel mozo huyera. En ese caso le hubiesen hecho un hueco. Aunque perdieran velocidad y comodidad. Todo sea por el bien de la causa. Para alegrar a los fugitivos Saxolfeo tocó primorosamente un vals. A todos obnubiló con su preciosa melodía. Luego un tango, aquel que dice: Adiós muchachos, compañeros de mi vida,... Saxolfeo era un ilustre músico que huía del enemigo sin saber a ciencia cierta por qué lo hacía. Había llegado, a través del esfuerzo y de la técnica, a ser uno de los mejores tocadores de acordeón del mundo. Estudió en un Real Conservatorio y era admirado y querido. A lo menos eso creía hasta que apareció el enemigo. El coche zumbaba a más de cien por hora. Contaban chistes y a Saxolfeo se le ocurrió tocar una fuga. Caricato terminó sus anotaciones, en el cuaderno, por el momento. Llegada la noche haría examen de conciencia. La noche parece prometer siempre tranquilidad y paz, propiciar a la meditación y al análisis detenido. Pero hay un cántico espiritual que dice:

La noche, el caos, el terror,
cuanto a las sombras pertenece
siente que el alba de oro crece
y está más próximo el Señor.

Caricato prefirió no hacer caso a esta cantinela frailuna que gorjean en laudes los habitantes monacales. Miles de aventuras les esperaban. Acción, hambre, penurias, cambalacheos entre bastidores. Pero lo más peligroso es que en todo aquello se jugaban la cabeza, la mente, la cordura, el tipo o varios miles de cantidades de dinero. Era terrible, y Telesforo sacó un caramelo de fresa de su estuche de plástico. Esto le recordó a su primer amor de juventud, que nunca se olvida. Entre los aventureros también se dan los amoríos fugaces. Aquellos de estar con ella y tener que huir por la ventana en ropas menores porque el enemigo quiere descerrajar las puertas. Huir campo a través, hacer autostop para acabar no se sabe en qué sitio. El enemigo era cruel. El acordeón calló y el conductor puso la radio en funcionamiento. Transmitió noticias falsas y sin interés. El enemigo avanzaba hacia el norte; pero no dio datos de la situación aproximada. El automóvil se vio acelerado. Había destruido varias ciudades. No se precisó cuales. El desconcierto se intensificó. Aunque un cierto alivio les corrió por la médula espinal, enterneciendo su rígido ánimo. Después de una breve pausa musical, una melodiosa voz femenina volvió a hablar del enemigo. Esta vez diciendo que tenía tomado casi todo el territorio. Obvio parecía pensar que la alternativa que se fraguaba era la guerrilla. El adversario estaba en todas partes. Pero ellos huían velozmente. La esperanza no se pierde. Podría ser una argucia de la emisora tomada, para equivocar, despistar y aterrorizar a los que huían. Pudiera ser que ni siquiera hubiese ocupado una cuarta parte del territorio. De seguro que era una hábil maniobra mentirosa de esa locutora de voz de ratita simpática. Pero ellos no picarían. Se crecieron en su interior y decidieron no morder el anzuelo. Sería un error. No lo harían. Sería un yerro propio de novatos, de palurdos. Saxolfeo tocó en el acordeón una alegre música de circo, callando la voz de la grácil locutora que informaba acerca de los resultados de la jornada futbolística. Con más motivo para pensar que mentía. A él, al enemigo, no le gustaba el fútbol. Mandaron callar a Saxolfeo y cambiaron a una frecuencia modulada en la radio, que ofrecía música de continuo.

Muchachos, conviene, en caso de ser cierto lo que dice la radio, vigilar atentamente por si vemos indicios del enemigo dijo Caricato, volviendo de nuevo a anotar en el cuaderno sus observaciones. Su voz había sonado hueca y como sin vida, llena de miedos.

A lo lejos vieron las primeras casas de un pueblo grande. Era ya la una y media de la tarde y con las precipitaciones no habían comido. El hambre recordada les hizo olvidar, momentáneamente, sus miedos. Miraron y remiraron para ver si veían indicios del contrario en el pueblo; pero estos no aparecían. Se pararon junto a un bar de la ruta. Aparcaron el auto de forma que se pudiera poner en fuga sin estorbos, en caso de tener que huir por la inmimente presencia del enemigo.

En la puerta un viejo vendía labores de tabaco y cerillas a los clientes del bar. Compraron por nerviosismo. Le preguntaron si había visto a su rival y el viejo, poniendo cara de circunstancia, con voz como de cachondeo, les dijo que aún no. Pero que vendría. A uno de ellos le entró hipo, no habiendo comido. Penetraron en el establecimiento, que tenía amplios ventanales para ver si venía la acechanza adversa. Saxolfeo echó unas monedas en una máquina tragaperras. Los demás se sentaron a una mesa. Pidieron ocho bocadillos variados, varias jarras de cerveza. Comieron apetitosamente. El local no estaba muy concurrido, pero la asistencia era intachable. Buen servicio. Alguno pidió bicarbonato. Sabido es que la continua preocupación favorece los desajustes estomacales. Alguno también visitó el mingitorio. Luego tomaron café con leche. Se bebieron copas de coñac. Compraron ron, vino fino, champán. Pagaron dando más dinero de la cuenta al dueño del bar para que no hablara y, sigilosamente, subieron al coche, partiendo de nuevo en dirección al norte. Al rato Telesforo recordó el olvido del tabaco encima de la mesa del bar, el mechero y unas monedas. No volvieron a recogerlos.

Parloteaban alegremente. Saxolfeo, cansado y somnoliento por la comida, no volvió a tocar el acordeón, dejándolo arrumbado momentáneamente. Telesforo se lamentaba de sus pérdidas. Caricato disertó un cuarto de hora sobre las propiedades del bicarbonato. El enemigo parecía olvidado. La vida les sonreía en este día, o, al menos, en aquellos momentos. El conductor les ofreció unos cigarrillos ingleses de tabaco rubio. Ahora el día sí parecía sonrientemente primaveral. Vieron de nuevo a una mujer joven que les hacía autostop. No pararon, arremetiendo el corte de manga de la deslenguada autostopista. Mierda de mujeres de coño ancho y mente estrecha, pensó Telesforo. Sacó un espejito de su estuche de plástico y se regodeó de su carita de ángel recién aparecido a Jacob. Era una preciosidad. Nada de narcisismo. Es que uno es peluquero. Pero el enemigo parecía lejos de su conciencia. Parecía haberse ido, vencido por aquellas montañas pegando tiros con una caña, como dicen los chavales en sus juegos.

Abundaban los inmensos carteles publicitarios a ambos lados de la carretera. Ahora se había hecho más ancha y con el piso en mejor estado. El auto volaba literalmente, como con muchas prisas, con demasiadas prisas. Aquello parecía una fugaz ambulancia con crónicos enfermos que son esperados en cualquier hospital. Caricato recordaba que, a pesar de las prisas, no había olvidado a su muñeca hinchable que llevaba junto al chocolate y el pan en su bolsa de plástico. Sin ella se le hacía difícil su existencia, su angustia existencial, aunque jamás había tenido náuseas. Era un modelo importado de Japón de la mejor calidad. Tenía un parche en el dedo gordo del pie derecho. El agujero se lo produjo en un momento de furor. Menos mal que tenía arreglo. El parche se le puso él, sin necesidad de tener que ir a ningún taller de recauchutados. La muñeca hinchable era su delicia nocturna. El enemigo jamás había logrado arrebatársela. ¡Qué lo intentara! ¡Se las vería con él! Sabía que era insustituible. Cuando más disfrutaba con ella era cuando le insuflaba aire, que era cuando le daba vida de su vida. Y en el colegio le dijeron que el anhídrido carbónico y el vapor de agua de la respiración no servían al hombre para vivir y respirar, ¡mentira! Desde luego era mejor que una mujer. Con más sentimientos incluso. El Mitra se la escondió cierta vez y tuvo con él una reyerta, en la que le produjo en la cara una cicatriz de un navajazo. Después se arrepintió.

No vayamos a pensar que son locos. No, no son locos. Ni ladrones o macarras, ni gamberros.

El auto seguía tragando kilómetros tras kilómetros. Llevaba ya mucho tiempo en su huida. Esta era la segunda fuga precipitada que tenían. Sería recordada en la historia.

Caricato gustaba evocar, con tierno cariño, lo que dejaba atrás. Su pueblo, sus gentes. Todo en manos del enemigo. Del cruel, del malvado. Esta vez ni siquiera podría volver. ¡Quién sabe! ¡Oh, atroz vida! La vida es más dura de lo que pretenden creer los cretinos. Es como el cristal, dura y frágil. Pero para ellos, por eso mismo, merece la pena vivirse. Aman la aventura, la peripecia, el recorrido, el juego infantil llamado truque, haciéndolo adulto y agigantando su envergadura. Por eso huían. Pero también para salvar el pellejo y la mente.

¡El enemigo existe! gritó Saxolfeo, dando un trompetazo en los oídos de los otros tres.

El conductor asustado aminoró la velocidad. Se paró en seco. Todos se miraron con miedo, con pánico. A Telesforo le repitió el chorizo; dio un erupto. Todos palidecieron. La presencia del enemigo se olía dentro del automóvil.

-Arranca, ¡deprisa, Agusa! ¡Arranca! Caricato se atragantó con estas palabras.

Agusa recordó a sus niños. Aceleró vertiginosamente y unas lágrimas rodaron por sus mejillas. La vida era una fugaz aventurilla donde lo trágico y lo cómico se sonríen mutuamente.

-Nos estamos quedando sin gasolina.
-Ahora viene una gasolinera.
-Sí, ¡allí, allí!
-Allí, ¿qué?
-Llenaremos.

A unos quinientos metros de la gasolinera pararon. No se veía ni rastro de ese ubicuo y prolífico enemigo. Se acercó el coche sigilosamente. Salió el empleado que les llenó el depósito. Alegremente el coche partió de nuevo. Todos parecían, de momento, muy alegres. Saxolfeo se peyó y olía a rayos y truenos. Abrieron todas las ventanillas y el conductor aceleró brevemente. Se abrió una botella de coñac que pasó de mano en mano. Todos se sintieron reconfortados, tranquilos. Un ciclista estuvo a punto de ser atropellado. A lo lejos unos labradores realizaban sus faenas. Caricato tomaba nuevas notas. Telesforo tuvo un furtivo ataque de risa. Recordó que llevaba colonia de la mejor calidad en su estuche de plástico y no la había sacado para aspergiar por el coche y evitar los malos olores provenientes de los intestinos. Alguien tuvo hambre y sacó uno de los bocadillos, comprado para tal efecto, y comenzó a zampárselo tranquilamente. Ahora se cruzaban con bastantes coches que venían no se sabe de donde. Seguro que aquellos no temían al enemigo. Es más, serían sus colaboradores. Habría que tener cuidado. No fiarse de nadie.

Bueno, su mujer no tenía grandes atractivos; pero entre el enemigo había desaprensivos. Recordaba su primer amor, por llamarlo de alguna manera. Fue sexual. Él tenía unos catorce años, ella trece. Pero no le cabía por mucho que lo intentó. Y eso que no la tenía muy grande, al menos eso pensaba. Aquella noche pasada, follando con su mujer, recordó lo de: “Allí enanos azules se follan a las nubes”. No era tan bajo como un enano; pero, a veces, las nubes toman formas caprichosas de mujeres desnudas, aunque todas suelen ser orondas hembras barrocas. Él no las desprecia, al contrario, le gustan. Esas mujeres carnosas, sin proporciones desgarbadas ni de carnes pachuchas, proporcionadas, exuberantes; pero no de la exuberancia de mulatas tropicales, sino de carnes blancas, sonrosadas todas ellas, de pelos sedosos y rubios, trenzados en moños deshilachados con gracejo, que parece que se acaban de levantar del lecho después de una noche ajetreada; pero no perturbada por el macho, sino por el sueño de un voraz macho. Esas mujeres del diez y siete que, aunque tirando ya a maduras, parecen, sin embargo, vírgenes que te esperan en su mullido lecho con unos voraces entresijos que te absuelven, absorviéndote, todo entero. El conductor aceleró apretando su pierna en el acelerador. Un coche había que saberlo montar como a una hembra y como a un caballo.

No podían disimular que su situación era difícil. Se hallaban desconectados de las informaciones de El Mitra y La Cañon. Con inevitables sospechas hacia todas las gentes. No obstante, y a pesar de todo, había que salir del atolladero como hombres valerosos y no abandonarse a la desesperación: Había que buscar el modo de salvarse; y si fuera posible disponerse a morir con valentía. Pero que jamás el enemigo pusiera la mano encima mientras estuvieran vivos. Estaban seguros de que padecerían los peores tormentos y torturas que pudieran imaginar.

Caricato, con su mediana edad, ni joven ni adulto, se regodeaba volviendo a pensar en su hinchable muñeca. Salvadora de todos los naufragios. Proverbial barquilla aún no rota entre peñascos. Tenía estudios universitarios, una vida estable, era bien parecido. Pero el enemigo le perseguía. Seguro que por envidia. Sí, pura y recomiente envidia. Pecado internacional. Miró el reloj y lo maldijo por comer las horas, minutos y segundos. Después miró el espacio casi infinito, a la materia corruptible y titánica. ¿Quién nos librará del tiempo?, ¿quién? Ya no se cree en Zeus.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Hay algo que se llama libertad, y que debes ejercer libremente. Así que distingue bien entre las ideas, los sentimientos, las pasiones, la razones y similares. No son respetables; pero cuida, que detrás hay personas. Y las personas, "per se", es lo único que se respeta en este lugar. Muy agradecido y mucha salud. Que no te canse.